Una nieve fina cae sobre la biblioteca de la Universidad de Columbia en Nueva York. Por ningún lado se observan anuncios o promocionales. No obstante, el recinto está a reventar, los asistentes ya cubren hasta las escalinatas exteriores. El evento estaba diseñado como un discreto encuentro para científicos e intelectuales, pero el arrastre de Al Gore lo convierte en un movimiento de masas. Curiosamente nadie se refiere al ex vicepresidente de Estados Unidos como el político, como el candidato que en las elecciones del año 2000 ganó el mayor número de votos a nivel nacional, pero perdió frente a George W. Bush mediante un fallo de la Suprema Corte. Por importante y traumático que haya sido el recuento de votos en Florida, a seis años de distancia, a nadie en el público parece importarle demasiado. Están ahí, al caer la tarde en Nueva Cork, soportando la helada, para escuchar a alguien se ha convertido en la personalidad más importante del mundo en materia de cambio climático.
Hay valores entendidos. A nadie se le va a ocurrir preguntarle a Al Gore si va a lanzar una nueva campaña para ocupar la Casa Blanca. Nadie le preguntará que piensa de las políticas de la administración de Bush, del desastre de la guerra de Irak o si aportará su capital político a favor de Hillary Clinton, Barak Obama o John Edwards. El público sabe que se expondría a una sonada rechifla; se apreciaría, francamente, como un acto vulgar y carente de rigor intelectual.
El tema único es el cambio climático. Sin embargo Al Gore corrige de inmediato al público: no viene a hablar del calentamiento global, sino de una grave crisis ecológica que, si no es atendida urgentemente y con medidas radicales, podría acabar con la vida en el planeta en el transcurso de este siglo. Lo peor del caso es que esta aseveración tan alarmante proviene de un hombre especialmente mesurado y poco afecto al escándalo. Vale la pena recordar que al día siguiente de que la Suprema Corte de Justicia determinó que el ganador de las elecciones era Bush, lejos de llamar a sus seguidores para repudiar ese fallo, tomó un micrófono y dijo simplemente que dadas las circunstancias, anteponía la estabilidad política de Estados Unidos a sus ambiciones políticas, por lo cual aceptaba la victoria del actual ocupante de la Casa Blanca. Perdió las elecciones, pero ganó un prestigio y una influencia que probablemente no tenga hoy ningún otro personaje de la escena política norteamericana.
¿En dónde invierte Gore su enorme capital moral y de estadista? En el asunto que, a su juicio, se ha convertido en el mayor peligro para la supervivencia de la especie humana: el calentamiento de la atmósfera. Su documental titulado La verdad incómoda (An inconvenient truth) es la película de fondo más difundida en la historia de Estados Unidos. Visto con frialdad, el documental no es más que la grabación de una conferencia dictada por un erudito. Pero el problema está planteado de tal forma que se ha convertido en un auténtico blockbuster que será varias veces nominado para obtener premios en festivales cinematográficos (además de haber ganado un Oscar en el género).
Las razones de la crisis ecológica
Primer factor. La población del mundo se ha cuadruplicado en menos de cien años. A principios del siglo XX el planeta estaba habitado por 1,600 millones de personas. Actualmente, la población mundial rebasa los 6,700 millones de seres humanos. Cada año –ejemplificado así por Al Gore- la población del mundo crece a razón de un México, es decir, en 100 millones más. A este dato hay que sumarle el hecho de que en el último siglo, la esperanza de vida ha aumentado en 25 años promedio a nivel mundial. En el año 1900, lo normal era morirse a la edad de 40 ó 50 años; actualmente, salvo en países menos desarrollados, la media de vida supera los 70. Finalmente, en el último siglo, el ingreso per cápita global se ha multiplicado diez veces: es decir, cada uno de nosotros consumimos y producimos diez veces más que nuestros bisabuelos.
Mientras tanto, la Tierra no ha regenerado en diez veces, ni siquiera en una vez, sus reservas de petróleo, de carbón, de oxígeno o de extensión en sus mares. Por el contrario, la desertificación avanza aceleradamente (tan sólo en México, cada sexenio perdemos masa forestal equivalente el territorio de Jalisco), el agua potable apenas alcanza el 3% del total del líquido existente. La temperatura global ha aumentado un grado centígrado y medio en los últimos 50 años y puede aumentar entre dos y tres grados más en los próximos 20.
Por primera vez en la historia –dice Gore- se ha roto cualquier forma de equilibrio entre la actividad humana y la naturaleza. Estados Unidos emite cerca del 40% de los gases con efecto invernadero. Pero se estima que en menos de diez años, China los supere en ese renglón.
Segundo factor: la tecnología. Los seres humanos se han convertido en la fuerza más poderosa de la naturaleza: Las pruebas están a la vista. Durante apenas cinco décadas la industria utilizó clorofluorocarbonatos (CFC) en aerosoles, sistemas de enfriamiento, y desodorantes. Eso bastó para dislocar la capa de ozono que cubre la atmósfera. El Premio Nobel de química, el mexicano Mario Molina, aportó evidencias científicas de que el uso de los CFC estaba abriendo un “hoyo” en la capa de ozono que permitía la entrada indiscriminada de rayos ultravioleta. El Protocolo de Montreal puso fin al uso de esos compuestos desde hace 20 años. Sin embargo, hasta el día de hoy, los niños en partes de Chile y Nueva Zelanda tienen prohibido salir al patio de recreo durante el invierno para evitar brotes de cáncer en la piel. No fue hasta que la empresa de productos químicos Du Pont encontró un sustituto para los CFC –con el gas freón- que la industria mundial aceptó la suscripción al Protocolo de Montreal. El hecho concreto –dice Al Gore, mientras inhala ostensiblemente el aire frente al micrófono- es que dentro de esta biblioteca estamos respirando 600% más de partículas suspendidas de cloro que nuestros abuelos. ¿Qué efectos puede tener esto sobre la salud? Todavía no sabemos.
La lección que debemos aprender es que mientras la industria no encuentre sustitutos baratos para mantener sus niveles de producción, se opondrán a cualquier acuerdo internacional que pretenda ponerles límites. Mientras las formas más baratas de generación de energía eléctrica sigan siendo el carbón y el diesel, la industria no sustituirá fácilmente esos recursos. Y está documentado que las termoeléctricas contribuyen con una tercera parte del total de emisiones de bióxido de carbono a la atmósfera. Si hubiese que tomar una sola medida para atemperar los estragos del cambio climático, por ahí tendría que empezarse.
El segundo rubro más contaminado son los automóviles y camiones. Cada litro de gasolina que pasa por un motor de combustión interna genera casi medio kilo de bióxido de carbono. Y en el mundo circulan diariamente más de mil millones de vehículos. A pesar de que los motores han ganado en eficiencia y las gasolinas están mejor diseñadas, todos los días se emiten millones de toneladas de CO2 al ambiente. El efecto –llamado invernadero- consiste en que los rayos del sol que entran a la atmósfera se quedan atrapados. Los humos no permiten que esos rayos, sobre todo infrarrojos, regresen al espacio, manteniendo así un equilibrio en la temperatura del planeta.
El calor atrapado genera, cuando menos, tres efectos directos: está disolviendo las capas de hielo en los polos y los glaciares; el calor genera una mayor evaporación del agua de los mares, con lo cual los huracanes cargan mayor humedad y por ende toman más velocidad; y tercero, el calentamiento global evapora más rápidamente las aguas superficiales de lagos y ríos, pero ante todo, extrae la humedad del terreno, con lo cual disminuye la superficie agrícola año con año.
Estos tres elementos generan un efecto cascada, dislocando el equilibrio ecológico mundial. La pérdida de las masas polares provoca que los rayos solares que antes se reflejaban sobre el hielo y regresaban al espacio, ahora se quedan crecientemente entre nosotros. El 90% de la energía solar es reflejada al espacio por los hielos de la Antártica en los meses de verano en el hemisferio norte. Se estima que en 30 ó 40 años más habrá desaparecido totalmente el polo norte. Además de los rayos infrarrojos que se quedarán en la atmósfera, el nivel promedio del mar se elevará como consecuencia del deshielo. Ciudades costeras como Nueva York, Cancún o Veracruz verán reducido el espacio urbano sin remedio. Pero más grave aún, con ese torrente de agua dulce ingresando a los océanos, la composición química del agua marinada perderá la salinidad que requiere para mantener la vida de peces, algas y moluscos. Según el investigador británico, Sir Nicholas Stern, la combinación de este cambio químico y la pesca indiscriminada que hoy se practica, derivarán en que para el año 2048 la vida marina prácticamente se haya extinguido. Si sumamos a este escenario una población en constante crecimiento y suelos agrietados por las sequías, puede concluirse que nos encontraremos en la antesala de una crisis almentaria sin precedentes.
El tercer factor al que se refiere el ex vicepresidente Gore, es menos tangible, pero quizá sea el más importante de todos: lo expresa como nuestra forma de pensar y de relacionarnos con la naturaleza. Si somos nosotros, los seres humanos, los que hemos roto, dislocado el equilibrio de la naturaleza, a nosotros nos corresponde restaurarlo. Estamos en presencia de un complejo problema respecto a la manera como funciona la economía mundial, las costumbres, el consumismo y la forma convencional y anticuada como medimos la calidad de vida y el valor de las cosas. Hace un siglo nadie pensaba que una de las industrias más prósperas del mundo sería la venta de agua embotellada. Actualmente, ninguna persona con los medios económicos suficientes, toma agua que no provenga de un garrafón. Sin embargo, todavía en este año 2007, prácticamente en ninguna parte del mundo, en ninguna gran metrópolis, se cobra el líquido; cuando llega la cuenta de agua, estamos pagando únicamente el uso de tuberías, la cloración y el tratamiento. El líquido como tal es gratuito. No dudaría que frente a estas tendencias, algún visionario de la empresa ya esté pensando en comercializar latas con “aire puro de los alpes franceses”, de la misma manera que Evian embotella tan exitosamente el agua.
A fin de cuentas, la tercera es clara: si queremos sobrevivir como especie, tendremos que cambiar sustancialmente nuestro modo de vida y la manera como operan los mercados y la economía en su conjunto.
¿Qué hacer?
Al caer la noche sobre la Universidad de Columbia uno se pregunta si no se habrá desatado una epidemia de masoquismo en Nueva York. Van dos horas de una conferencia llena de datos y escenarios deprimentes, pero nadie se mueve de su silla. Los estudiantes escuchan allá afuera, bajo la nevada, sentados en las escalinatas de mármol. El conductor de la sesión, el director de la revista Scientific American, concentra las preguntas del auditorio. Le comenta a Al Gore que la pregunta más persistente es tan simple como ¿qué puede hacerse?
Además de recomendar las recetas obvias de utilizar más el transporte masivo, comprar coches más eficientes y reducir el consumo de electricidad, Al Gore decide incursionar en el terreno que tan bien conoce de la política. Exhorta al público a que sean ciudadanos más activos, a que bombardeen a sus congresistas, gobernadores y a la misma Casa Blanca con llamados a la acción. Demanda que su país se adhiera al Protocolo de Kyoto –para reducir emisiones de bióxido de carbono- y que se adelanten las negociaciones de esta convención para el año 2010. Pide que Estados Unidos, con su capacidad científica y tecnológica, tome el liderazgo para acordar medidas mundiales que salven al planeta de una emergencia ecológica. Pide que las grandes corporaciones sumen recursos y esfuerzos a favor de esta causa y que los consumidores premien o castiguen a las empresas de acuerdo a su compromiso con la preservación ambiental. Pide, en pocas palabras, que la sociedad rebase a las instituciones y las empresas para provocar una reacción urgente.
Al Gore deja mal parados a los políticos convencionales. Se le ve que deseaba llegar a la presidencia para cumplir con ciertas metas, para remediar una serie de problemas y no para empezar a pensar qué puede hacerse desde la cima del poder. Perder la presidencia no ha sido mayor obstáculo a fin de cuentas. Los estudiantes que esperan saludarlo a la salida cubiertos de nieve, son el mejor testimonio de que las convicciones tienen más arrastre que los cargos políticos.
(Texto: Enrique Berruga Filloy, Revista Día siete, No. 344, México, 2007)
26 de abril de 2007
An inconvenient truth
Temas ecologia
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