16 de noviembre de 2007

La revelación cósmica

I

Por fin pudo liberarse de aquella muchedumbre que lo estaba asfixiando. Era la tercera vez en su vida que abordaba el metro. La primera vez que conoció ese medio de transporte fue cuando era niño y viajaron de Puebla al DF para el funeral de la abuela. En aquel entonces había quedado impresionado con el monstruoso gusano color naranja que recorría las entrañas de la Tierra, le pareció maravilloso y atemorizante a la vez.

Ahora que había venido a estudiar la universidad a la capital, sus tías que vivían ahí desde hace varios años, amablemente le enseñaron a desplazarse en metro y un día entero lo trajeron de un lado a otro para ayudarlo a familiarizarse con las líneas y estaciones.

Hoy era la primera vez que viajaba solo. Se sentía angustiado porque no sabía cómo llegar a la calle de Moneda, “sólo toma el metro, te bajas en la estación Zócalo de la línea azul, está a pocas cuadras de ahí, no te puedes perder”. Claro, no se perdería si fuera una persona con buen sentido de la orientación, pero por desgracia, había nacido con la brújula descompuesta y se perdía hasta en el patio de su casa. Al lograra escapara de aquella marea humana y siguiendo los señalamientos de SALIDA, de pronto se encontró en la plancha del zócalo sin saber qué hacer ¿y ahora qué? Trató de recordar las instrucciones de sus tías, la calle que buscaba debía estar a un lado de la Catedral ¿o del Palacio Nacional? ¡Carajo! ¿por qué no había tenido la precaución de anotar todo en un papel? Eso le pasaba por confiar en su memoria traicionera.

Decidió caminar hacia el centro de la plaza al asta bandera para ver si ahí podía orientarse un poco más. Se sintió abrumado por la cantidad tan grande de gente y de movimiento que había ahí: campamentos de protesta por alguna causa que a él no le interesaba, una feria del libro, pancartas con exigencias y demandas, un grupo de manifestantes tal y como Dios los trajo la mundo, vendedores ambulantes, danzantes prehispánicos, miles de transeúntes presurosos…se quedó de pie buscando algún punto de referencia o alguna señal que le indicara el camino, pero no encontró nada.

Incapaz de recordar las instrucciones de sus tías, estaba perdido. Bueno, no exactamente perdido, él estaba AHÍ, eso era un hecho, nada más que ignoraba la ubicación de todo lo demás.

II

Estaba buscando a un policía para preguntar dónde quedaba la calle que buscaba, cuando sintió cómo se cimbraba la Tierra ¡Estaba temblando! Tuvo que sostenerse del asta para no caerse. Lo extraño fue que la demás gente actuaba cómo si nada ocurriera, lo cual lo hizo dudar sobre el supuesto terremoto que claramente acababa de sentir. Lo más probable es que de verdad nada hubiera pasado y todo fuera producto de su angustia.

Todo a su alrededor seguía con normalidad. Miró el suelo y sus pies plantados en él… sus pies… ¡tenía pies! Eso lo maravilló tanto que incluso se sintió bastante estúpido por aquél descubrimiento, pero en sus 20 años de vida nunca se había percatado de ellos, siempre los vio como algo normal que simplemente formaban parte de su cuerpo. Observó sus manos y tuvo la misma sensación… por primera vez se percató de la máquina tan prefecta que era su organismo.

Sus ojos vieron pequeños detalles a su alrededor de los que en circunstancias normales no se daba cuenta por la misma cotidianidad con que convivía con ellos como la textura del piso, el charco a su derecha que reflejaba el cielo, la fila de hormigas que marchaban muy bien alineadas a pesar de los enorme zapatos que pasaban sobre ellas, los colores de los objetos, el viento en su rostro, la ausencia de sombra por la luz del medio día, etc.

Se dio cuenta de que en ese momento preciso, justo en ese instante, en ese fragmento de eternidad, él era el centro del Cosmos. Por eso había sentido esa extraña vibración proveniente del corazón de la Tierra. Ahora en su persona se había depositado la energía que componía todas las cosas: todo estaba en él y él estaba en todo. Era algo difícil de expresar porque el lenguaje humano es muy limitado para eso.

Él seguía siendo él pero también se reconocía en el otro, desde lo más grande que es el universo, hasta lo más pequeño que es una partícula atómica. Y él se encontraba en una especie de punto intermedio en todo lo creado. Ahora se sabía depositario de una fuerza creadora capaz de mover al universo entero; si en ese momento lo hubiera deseado, habría cambiado la rotación de la tierra o el orden de los planetas en el sistema solar, aunque no tenía caso porque todo se encontraba en perfecta armonía ¿para qué alterarlo? Era una masa autónoma y auto-móvil, es decir, no necesitaba de nada que le diera vida y era capaz de dar ese soplo de existencia a todo lo demás.

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III

Sintió cómo cambiaba el paisaje a su alrededor. El suelo firme se convirtió en agua. La Catedral y el Palacio Nacional fueron sustituidos por un templo imponente en forma de pirámide. Él no cambió su apariencia, continuaba con la misma vestimenta característica del siglo XXI con la que había bajado del metro. Las pequeñas barcas que navegaban cargadas de mercancías lo atravesaban como si fuera un fantasma ¿había viajado al pasado? No, no era así. En el puno donde se encontraba no existía el tiempo, sólo la eternidad infinita. La pirámide y la Catedral siempre habían estado ahí conviviendo en un mismo espacio, al igual que las persona de las embarcaciones y las que se plantaban en la Plaza de la Constitución en señal de protesta.

Recordó que en secundaría leyó un libro de historia en el que se mencionaba que la mayoría de las culturas antiguas del mundo creían vivir en el centro del universo. Todas estaba bien pero a la vez todas estaban equivocadas. Ese punto que a veces se convierte en el centro del Cosmos cambia constantemente: a veces está aquí, a veces está allá, o en otro país, o en otro continente, o en otro mundo, o en cualquier lugar del infinito. Hoy en este instante se encontraba en la República Mexicana, en la Ciudad de México, en el zócalo y en medio de la plancha de asfalto –o de agua- se encontraba él, en el centro del universo.

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IV

Volvió a su realidad del siglo XXI. Ya no había agua ni embarcaciones. El Templo Mayor estaba en ruinas y poco a poco apareció el paisaje con el que estaba familiarizado, sin embargo algo en su interior había cambiado. La gente que caminaba presurosa por la calle también podía atravesarlo. Seguía en su condición de fantasma y a pesar de todo no se asustó.

Ya no veía las extremidades que antes le habían causado asombro. Estaba flotando incorpóreamente. Había desaparecido aunque no, dejado de existir. Sólo abandonó su condición humana para convertirse en algo más. No era viento. Era un simple punto en el infinito. Pero era el punto de origen de todo lo que giraba a su alrededor.

¿Extrañaría su familia su presencia como persona? ¿alguien en el zócalo lo había visto desaparecer? Ya no importaba porque en ese momento él como ser humano, nunca había existido.

(Dolores Garibay)

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1 comentario:

Argonauta dijo...

Dolores, yo también he sentido alguna vez esa sensación especial.

Te mando un abrazo desde el Mediterráneo.